¿Conocemos los psicólogos a nuestros pacientes?

¿Conocemos los psicólogos a nuestros pacientes?

8 de septiembre de 2016.

Columna del Lic. Martín Reynoso, Director y docente en posgrados de Neurociencias en UF.

Psico. La perspectiva clínica es sólo un recorte de la vida cotidiana de las personas.
¿Cómo disminuir la brecha entre lo que vemos en consultorio y la realidad?

Hace unos días hablaba con un grupo de terapeutas amigos sobre la perspectiva que tenemos de nuestros pacientes y el sesgo (distorsión) que nos brinda el abordarlos desde la patología, de lo que no pueden hacer, desde el lugar de seres sufrientes. Decíamos que el abordaje clínico es entonces reducido, algo limitado para conocer a las personas y más aún si el terapeuta no alcanza a abrir su percepción del paciente.

Entonces recordé un caso que me tocó cuando trabajaba en el Servicio Social de un municipio pampeano: me pidieron que atendiera a Julio, un hachero retirado del trabajo por problemas de salud (principalmente mentales), que vivía en un rancho bastante precario y castigado por la inclemencia del viento y las lluvias. Julio era un hombre sufrido, apenas visitado por su familia, que había forjado su identidad en base a la violencia y las conductas anómalas en el pueblo. Las anécdotas de sus “andanzas” eran repetidas en reuniones sociales hasta con risa y burla.
Intenté entrar a su mundo de muchas formas, pero siempre en el contexto de la atención terapéutica en mi consultorio. Las pocas veces que vino me encontré con su infranqueable interioridad matizada con respuestas de ocasión, aprendidas institucionalmente para mantener sus beneficios municipales (asistencia, comida, vivienda). No había caso, no había desde dónde abordar su tratamiento si no había motivación del otro lado, me decía. Pero la motivación se construye desde el recurso, desde la fortaleza del ser humano…¿qué tenía Julio sino problemas y síntomas?

Una vez, participando en un recital de música folklórica en un parque del pueblo, escuché el sonido de una armónica en el escenario. La organización esperaba que subiera el próximo grupo y, en el intervalo, una persona pidió tocar la armónica. Subió, saludó y sin más empezó a tocar. Abriéndome paso entre la gente intenté localizar al músico. Era Julio. Tenía una habilidad especial para ese instrumento, interpretaba lo que le pedían y así se quedó un buen rato en el escenario.

Había encontrado un recurso en él inexplorado. Nuestras sesiones posteriores transitaron el camino de la música, las canciones folklóricas y la interpretación del dolor humano a través de ella, muchas veces en su rancho y no en el consultorio. Un día, emocionado, recitó: soy como la flor del cardo/porque nadie se me arrima/por fuera tengo espinas/y por dentro soy un dardo/Muchas amarguras guardo/en mi pecho dolorido/voy por el mundo abatido/y en mi destino cruel/ sufro penas a granel/y vivo dentro del olvido. Y luego repitió, visiblemente consternado: vivo dentro del olvido.

Ver las fortalezas de nuestros pacientes

Esa experiencia fue el inicio de un intento de cambio de paradigma en mí. Desde entonces, comencé a pedirle a la trabajadora social que me ayudara a conocer a las personas en el contexto de “su espacio vital”, su barrio, su cuadra, su red social.

Así, descubrí que los mendocinos Ibarra eran una familia que se presentaban en bienestar social como carecientes, necesitados, y pedían bolsas de comida y órdenes para garrafa semanalmente, pero en la quinta en la cual vivían te ofrecían verduras, miel y todo lo que necesitaras, se desvivían porque te llevaras algo. Lo otro era la fachada frente al sistema, lo que habían aprendido a actuar frente al mismo.

Descubrí también a Raúl, alumno del jardín de infantes local señalado como niño con déficit atencional (que realmente lo padecía) y nada más. Niño molesto, incontenible, perturbador de los procesos de aprendizaje de los demás. Pero cuando fuimos al campo del patrón de su padre con el grupo de compañeritos, les enseñaba el canto de cada pájaro, los animales que allí se criaban y cómo seguir las huellas en el camino. Había conocimiento, había saber en él, no era sólo patología.

Un pastor protestante a quien le conté esta impresión mía, me dijo parafraseando un versículo bíblico: “somos templo del Dios vivo. Todos sin excepción”.

Confiar en la búsqueda de bienestar de las personas

Las personas padecemos síntomas, sufrimiento. Somos como peces en el agua, es decir, hacemos lo mejor que podemos con lo que tenemos.

Un buen terapeuta sabe que además de intentar buscar los recursos del paciente y de mirarlo desde distintos ángulos, debe valorar los intentos de cambio que éste ha realizado: nadie permanece sin hacer nada frente al dolor, sin intentar encontrar un camino para cambiar. Si sus intentos no han tenido éxito, debemos explorar por qué ocurrió eso. Así, podremos construir con los pacientes nuevas estrategias y ayudar a modificar las percepciones que tienen de sus vivencias y conductas, siempre valorando y confiriendo significado positivo a sus esfuerzos.

Nuestro trabajo terapéutico es hermoso, magnífico y edificante, pero siempre y cuando recordemos que los pacientes son mucho más que lo que vemos, que lo que dicen ser, que lo que nos explican los manuales estadísticos de salud mental.

Extraído de: Clarin.com – Buena Vida, Ser Zen.

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